No obstante haber renunciado a las doctrinas del romanismo, los reformadores ingleses habían retenido muchas de sus formas. De manera que aunque habían rechazado la autoridad y el credo de Roma, no pocas de sus costumbres y ceremonias se incorporaron en el ritual de la iglesia anglicana. Se aseveraba que esas cosas no eran asuntos de conciencia; que si bien no estaban ordenadas en las Escrituras y por tanto no son esenciales, y tampoco estaban prohibidas, no eran intrínsecamente malas. Ellos argumentaban que por medio de su observancia se estrechaba el abismo que separaba a las iglesias reformadas de Roma, y que eso promovería la aceptación de la fe protestante por parte de los romanistas.
Pero había otro grupo que no pensaba así. El hecho de que tales prácticas tendía un puente entre Roma y la Reforma era para ellos un argumento terminante contra ello. Argüían que en su Palabra Dios tiene establecidas reglas para su culto, y que los hombres no tienen libertad para quitar ni añadir otras. El comienzo de la gran apostasía consistió precisamente en que se quiso suplir la autoridad de Dios con la de la iglesia. Roma empezó por ordenar lo que Dios no había prohibido, y terminó por prohibir lo que él había ordenado explícitamente.
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