Con la huida de los hugonotes, Francia quedó sumida en una decadencia general. Ciudades manufactureras quedaron arruinadas; los distritos más fértiles volvieron a quedar baldíos; y la estupidez intelectual y la decadencia moral sucedieron al notable progreso que antes imperara. París quedó convertido en un vasto asilo de pobres, al momento de estallar la Revolución, 200.000 indigentes clamaban caridad de las manos del rey. Solo los jesuitas prosperaban en la nación decadente y gobernaban con infame tiranía sobre las iglesias y escuelas, las cárceles y las galeras.
El evangelio hubiera dado a Francia la solución de esos problemas políticos y sociales que frustraron los propósitos de su clero, su rey y sus legisladores, y finalmente, arrastraron a la nación entera a la anarquía y a la ruina. Pero bajo el dominio de Roma la gente había perdido las benditas lecciones de sacrificio y amor abnegados que diera el Salvador. Los ricos no tenían quien los reprendiera por su opresión a los pobres, y a estos nadie los aliviaba de su degradación y servidumbre. El egoísmo de los ricos y los poderosos se hacía más y más manifiesto y opresivo. Por varios siglos la codicia y el libertinaje de los nobles habían impuesto a los campesinos extorsiones agotadoras. El rico perjudicaba al pobre y el pobre odiaba al rico.
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