Cuando de nuevo Lutero fue introducido a la dieta, su semblante no revelaba rasgo de temor o desconcierto. Calmo y sereno, a la vez que valiente y digno, se presentó como testigo de Dios entre los poderosos de la Tierra. Luego el oficial imperial le exigió su decisión en cuanto a si deseaba retractarse de sus doctrinas.
Lutero respondió en un tono sumiso y humilde, sin violencia ni apasionamiento: “¡Serenísimo emperador, ilustres príncipes, benignísimos señores! Comparezco este día ante ustedes en conformidad con la orden que se me diera ayer, y por las misericordias de Dios imploro a su majestad y a sus augustas altezas se dignen a escuchar bondadosamente la defensa de una causa acerca de la cual tengo la convicción que es justa y verdadera. Si por causa de mi ignorancia yo transgrediera los usos y las costumbres de las cortes, les ruego que me perdonen; pues no fui educado en los palacios de los reyes sino en la reclusión de un convento”.
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